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jueves, 30 de diciembre de 2010

VENTUROSO 2011

EL FIN DE LA CRISIS
Mientras las gentes, en los países de nuestro entorno se retuercen entre las garras del desastre económico que nos ha sorprendido a todos, los españoles podemos, por fin, respirar aliviados; la crisis, para nosotros, ha sido definitivamente conjurada. Tenía razón el presidente: hay crisis, pero a malas penas. 
Hemos estado explotando estos últimos años, de la forma más irresponsable y alocada, una bonanza artificial en la que nos sumergimos con la actitud del niño que devora la bolsa de caramelos obtenida sin esfuerzo, ignorando la inevitable caguetilla que ha de provocarle.
No ha sido la primera. En realidad, la historia de nuestro género es la de una crisis permanente que se agudiza de vez en cuando; la humanidad ha conocido muy pocos periodos de tiempo sin guerras, hambrunas, pandemias o desastres naturales. Y cuando, ya en nuestros días de tecnologías punta e ipoc-ipac-ipic-capú, parecía que todo estaba controlado… plaf, se nos viene encima este trance que ha hecho tambalear los cimientos de muchos sistemas políticos; y lo que es peor, los de la poderosa banca a cuyo auxilio han acudido al unísono los gobiernos, ya que ese es el único gato al que nadie se atreve a ponerle un cascabel.
Se recordaba, tan vagamente como las invasiones vikingas, el reinado de Felipe II o las lágrimas de Boabdil el Chico abandonando su vega de Granada, que en América, un jueves, 24 de octubre de 1929 hubo una crisis que precipitó elegantes banqueros de Wall Street por las ventanas de los rascacielos, como los bellos y jóvenes monjes se defenestraban en la abadía de Umberto Eco; que se había producido, en el país más rico del mundo, una involución económica capaz de arrastrar a mucha gente, hasta entonces pudiente, a las colas zarrapastrosas de la sopa del ejército de salvación; y que solo se había podido salir de esa depresión, muchos años después, gracias al auge de la industria de armamento que serviría para producir cincuenta millones de muertos en la segunda guerra mundial. Menos gente y más trabajo.
Pero eso había pasado a la historia. Las gentes del mundo, el “primer mundo” claro, caminábamos felices y arrogantes por el sendero del progreso a costa de cualquier cosa. Nada importaba el estrago de la naturaleza, la contaminación a todos los niveles, el alicatado de las huertas ni el exceso de construcciones hasta el mismo borde de las playas. Cada generación debe explotar los recursos a su alcance de forma total e indiscriminada. Y el que venga detrás, que arrée. Pan para nosotros hoy. Si los de mañana pasan hambre, ya se apañarán. Al fin y al cabo, no hemos de estar para verlo.
Pero cuando este tétrico panorama parecía haberse adueñado sin remedio de nuestro futuro, hete aquí que un venturoso 25 de julio de 2010 nos desayunamos con la solución que aparece a grandes titulares en todos los periódicos: SM. el Rey ha decidido encomendarle la salida de la crisis al apóstol Santyago, animado quizás por la intención del Santo Padre que quiere visitarlo tambien en fechas próximas, instando a los fieles para que se acerquen a recabar las indulgencias correspondientes.
Sabido es que Santyago, por encima de las mal intencionadas investigaciones históricas que ponen en duda su paso por España (cuanto más que aquí pueda encontrarse su tumba), es grande milagrero, como pudieron constatar los muchos testigos que lo vieron en la batalla de Clavijo, espada en mano sobre su famoso caballo blanco, animando a los castellanos contra la chusma sarracena y matando moros a troche-moche.

Así que no hay de qué preocuparse ante el incierto 2011. Depositados en las manos del santo nuestros problemas mediante el real abrazo, solo nos queda sentarnos a esperar los venturosos resultados que, a no dudar, han de producirse en fechas próximas. Y encima, si lo hemos visitado a lo largo del 2010, obtener la indulgencia plenaria. Bonanza para el cuerpo y paz para el espíritu.




jueves, 23 de diciembre de 2010

OTRA HISTORIA DE NAVIDAD

AÑO DE MATANZAS

La matanza había estado superior: a las ocho de la mañana llegó un camioncillo con el cochino, un lustroso ejemplar de la prestigiosa ganadería de Pepito el Rate, seleccionado con esmero para agasajar a sus amigos. No llegué a enterarme de lo que pesaba porque le echaron el cálculo en arrobas, pero seguro que más de ciento cincuenta kilos. Sin quitarle el morral, fue elevado en volandas por los más atrevidos hasta la mesa sacrificial, mientras pataleaba y gruñía, con riesgo manifiesto de aporrear a cualquiera. El hábil Tino, que lo esperaba “degollaor” en mano le propinó una certera y profunda cuchillada en el lugar exacto para partirle el corazón. La sangre brotó espesa y roja salpicándolo todo, cayendo en un chorro espasmódico dentro del lebrillo que una mujer de arremangados brazos removía sin cesar para que no se cuajara. El soplete de butano y los rascadores hicieron su faena dejando al bicho sin un pelo, luego las piedras pómez se encargaron de dejar el pellejo como el culito de un recién nacido. El Tino y su ayudante “El alcarde” lo colocaron “de cúbito prono” y lo abrieron de arriba abajo por el lomo iniciando la operación de descarne y troceado. Pronto chirriaron en la brasa los pellejos y las tajadas de tocino de papada que aun se estremecían como si por ellas pasara una corriente eléctrica. Los primeros tragos de vino espeso y negro ayudaron a pasar la carne con sabor a lumbre, cortada, navaja en mano, sobre rodajas de pan casero…
Así se fue desarrollando el resto del día. A media mañana comenzaron a salir de la bullente caldera las morcillas, apretadas y piñoneras, luego los blancos, morcones, salchichas, longanizas y sobreasadas. La gente no paraba de engullir y los porrones circulaban como un tío vivo mientras los grupos se formaban y se deshacían como cristalillos multicolores de un caleidoscopio. Todos hablaban con todos y se aprovechaba la ocasión para restablecer vínculos olvidados durante tiempo y ponerse al día de los últimos acontecimientos sociales ocurridos en el pueblo y sus cercanías. A medio día se hicieron un par de paellas de conejo con caracoles y una sartená de migas con los tropezones del pobre animalico difunto. Cuando empezó a caer la tarde en la amplia campa que nos había servido de palenque, las conversaciones se había hecho más discretas y los cubatas corrían como ríos de color miel proporcionando el merecido enjuague a los estragados galillos.
Consideré que era el momento apropiado para poner pies en polvorosa antes de que el coche, aunque amaestrado convenientemente y ducho en aquellos lances, se negara en redondo a llevarme una vez comprobado mi nivel de alcohol en sangre. Me despedí cortésmente de los anfitriones y emprendí el camino de regreso que bordea la Rambla Salada, todavía enfangado por las recientes lluvias, que ese año habían sido excepcionales. Las luces del coche se reflejaban en los charcos como espejos produciendo miles de sombras evanescentes y juguetonas, y el barrete del camino formaba una pista deslizante que me obligaba a conducir despacio, lo que agradecían mis sentidos, un tanto apantallados de reflejos por los avatares de la jornada. En esas estábamos cuando un corpachón que al pronto me pareció un rinoceronte pero que resultó ser una cabra, salió como una bala de detrás de un ribazo y se estrelló con un trueno contra el capó del coche. Giré el volante intentando evitar al cornúpeta pero fue peor el remedio que la enfermedad: el coche comenzó a dar vueltas en el barro como una peonza y fuimos a parar, coche, cabra y conductor a la rambla de cabeza.
La castaña fue regular. Yo quedé atrapado bajo el coche; la cabra, malherida y agonizante, balaba con desconsuelo al otro lado, oculta a mí vista (luego me enteré de que se había roto el espinazo), y el motor del coche daba los últimos estertores como un animal asmático mientras las ruedas giraban en el vacío. Mi primer pensamiento fue “estoy vivo” y el segundo “pero jodido”, a la vista del dolor espantoso que tenía en el hombro. Me arrastré como pude fuera del coche recordando con una claridad que me parecía milagrosa, las escenas de las películas americanas en que los coches se incendian después de un accidente. Medio a rastras, me fui alejando por el cauce seco de la rambla hasta sentarme, ya a salvo, sobre un pedrusco desprendido de la ladera, a suficiente distancia del vehículo. El brazo, desde luego, estaba fastidiado. Algo se había roto en el hombro y me colgaba como un pingajo clavándome alfileres de dolor a cada movimiento. Tenía un enorme chichón en la frente y de los labios, partidos contra el volante, sentía el sabor a hierro de la sangre.
Entonces, en medio del rumor de pezuñas y el sonar de esquilas que no había percibido hasta aquel momento, apareció Pepito el Vitola rodeado por las cabras y borregas de su rebaño que los perros corretones mantenían arracimadas junto a él. Y si una de aquellas bestias estúpidas había sido la causa de mi desdicha, su dueño fue la causa de mi salvación porque en aquel momento quedé a merced de la fortuna: perdí el conocimiento y caí hacia adelante abriéndome otra brecha en la frente. De lo que sucedió después solo me queda un nebuloso recuerdo con nubarrones de sirenas estentóreas, ruido de coches y focos tras los que se adivinaban verdes y enmascaradas siluetas fantasmales.
Os haré merced de la fase hospitalaria que nada interesante añadiría a nuestro relato. Baste anotar que, después los imprescindibles cuidados, analgesias y escayolas, me reintegré paulatinamente a la vida activa en un tiempo prudencial.   
Una de mis primeras intenciones, fue ir a ver a Pepe el Vitola. Las largas jornadas de hospital me habían devuelto a la memoria la infancia que había compartido con él, tanto tiempo sepultada en algún recóndito cajón de los recuerdos por un desconocido atavismo freudiano. Ahora el pasado se había ido reestructurando de nuevo en la conciencia, pasando ante mis ojos como una película de la que era actor principal y espectador al mismo tiempo, y en la que personajes relevantes como el Vitola iban apareciendo para rescatar sus papeles tanto tiempo olvidados.

Tendría yo unos siete años cuando conocí al Pepito y él, poco más o menos los mismos. Pero ahí se acababa el parecido. Yo era un muchachito de ciudad, educado en los frailes de luengas barbas, cursi como un rábano y tímido como una gacela, bien alimentado, bien vestido y sin más problemas vitales que mi renuencia a aprenderme los ríos de España o a leer “La Guerra de la Galias” como mi padre pretendía inútilmente. El Vitola sabía lo que era levantarse de la mesa con hambre todos los días, pasar frio en el invierno y calor en el verano y en cuanto a escuela, su única referencia era que en el pueblo había un maestro y que algunos hijos de ricos acudían a ella. A poco de echar a andar sustituyó a su hermano mayor con el ganado. El Diego ya tenia once años y podía hacer faenas de hombre, así es que Pepe tuvo que aprender deprisa el silbo con el que gobernar los perros, a ayudar a parir a las borregas, a manejar el garrote por si se arrimaban otros perros o le salía la zorra y a contar cada noche los animales porque le sonaba en las orejas el chascar de la correa del padre si alguno se extraviaba o se lisiaba por su culpa.
Mi familia tenía una casa edificada sobre un altozano, en  medio de la finca heredada del abuelo. Allí, en los turbios años de posguerra se refugiaban mis padres con su numerosa prole para pasar un  verano de tres meses. Su llegada era saludada con alborozo por los labradores del entorno pues mi madre era persona de inacabable generosidad y en aquellos tiempos de míseras economías de subsistencia, cualquier apoyo en especies, que ella distribuía con largueza, era recibido como el maná en medio del desierto. Aún recuerdo la cara de asombro de mis amigos campesinos, cuando los llevaba a casa a merendar, arrobados ante la jícara de chocolate Tárraga (por cierto más malo que el cólera, elaborado con harina de algarrobas o vaya Ud. a saber) con que madre acompañaba la generosa hogaza de pan que nos distribuía a cada uno.
Quizás por esos generosos donativos o por su natural abierto y acogedor, fui enseguida aceptado entre los pilletes de mi edad a los que acompañaba asiduamente en sus largas jornadas de pastoreo. Mientras para ellos eran deberes ineludibles a los que estaban encadenados inexorablemente a lo mejor de por vida, para mí constituían sólo un divertimento, una fuente inagotable de maravillosos descubrimientos cotidianos, en un mundo lleno de sorpresas fantásticas que nada tenía que ver con la tediosa vida de estudiante reprimido por la ñoñería de los venerables y barbudos esperpentos bajo cuya égida discurría mi vida durante el curso.
Aprendí a hacerme obedecer por los perros a base de hábiles cantazos, a seguir el rastro de las liebres observando los lugares donde se encamaban, a buscar nidos de merlas y verderones y criar los pajarillos con miga de pan mojado, a tejer cuerdas con corteza de bolaga, a encaminar el rebaño hasta la azacaya donde abrevaban… y otra serie de habilidades fundamentales para la formación del hombre en las que aquellos analfabetos que se ponían rojos y bajaban la cabeza avergonzados delante de los forasteros, eran auténticos maestros en el disfrute de la vida, puede que sin saberlo.
Los veranos se repitieron; cada nuevo encuentro estacional era una fuente de sorpresas, siempre con el fondo del ganado y las largas caminatas tras los pastos. Íbamos creciendo y aparecieron las pulsiones de adulto, comenzamos a intercambiar experiencias de adolescentes ávidos, hablábamos de chicas, aquel mundo mágico del que ignorábamos todo y sobre el que fabulábamos incansablemente… y así fuimos madurando, forjando unos lazos extraños que dejarían en nuestros corazones improntas definitivas.
La vida nos separó pronto; yo me fui lejos y a la vuelta, era un adulto “con estudios” y una sesgada experiencia de la vida. Volví a encontrarme a Pepe junto a su rebaño. Ya era un hombre cuyos únicos vicios aparentes eran fumar puros y escuchar una radio de pilas que era su cordón umbilical con un mundo al que nunca pertenecería del todo. Nos unía la vieja amistad forjada en la infancia…y poco más. A veces le traía un mazo de caliqueños de la Vall d’Uxó, que tenían fama de excelentes y misterio de ilegales. Él me lo agradecía quemándolos con unción casi reverente. Charlábamos, nos poníamos al día de las noticias de la zona, de los amigos comunes… y luego cada uno se reintegraba a un mundo que discurría por senderos divergentes.

Había vuelto el invierno cuando me sentí con fuerzas para girarle una visita después del accidente. Llamé a la puerta de su casa entre dos luces y me abrió Dolores, su mujer. Al verla en el umbral, pálida y mucho más vieja de como la recordaba, vestida de luto riguroso y con el pañuelo negro que le orlaba la cara, supe que algo no iba bien.
-¿El Pepe?
-Si, pasa
Llegamos hasta la cocina donde ardían rajas de olivera. Volvió a ocupar la silla de cordeta donde había estado pelando limones para secar la cascara. Por toda iluminación, las llamas danzarinas de la chimenea y una mortecina bombilla con rastros ancestrales de cagadas de moscas que pendía del techo. Me señaló la mecedora a un lado del fuego, donde seguramente se sentaba el Pepe cada tarde.
-¿Cuando fue?
Siguió la conversación a bonico, como si le hablara al fuego, con las manos inertes y agrietadas muertas sobre el oscuro delantal a rayas:
- Por San Juan fue. Hace un par de años ya le había dado un vomito negro. El médico le dijo que era cosa del polvo que había tragado yendo siempre detrás del ganado… y también del tabaco. Que se dejara las dos cosas. Pero como él decía, “me dejo esto ¿y qué me queda?” Siguió haciendo la misma vida y fumándose los mismos caliqueños. A lo mejor, hasta le apretaba un poco más. Cuando fue a verte al hospital, le dije que hablara contigo, que lo llevarías a algún médico de paga, pero volvió como se había ido, dijo que por no molestarte. A primeros de junio no pudo salir con las borregas, luego ya fue ligero. Lo enterramos el veintiséis.
Se levantó sin prisa, como quien ha acabado la faena. Sacó de la alhacena un plato en el que, cubiertos por un tapete de ganchillo había mantecados con dibujos de canela y pasteles de cabello de ángel, luego, dos botellas y dos copas como dedales. Los puso sobre la mesa de camilla y dijo:
-Convídate, que estamos en pascuas.
Llenó su copa de anís dulce y la mía de coñac. Las bebimos sin mirarnos, sabiendo que le echábamos el alboroque a un muerto que compartíamos desde aquel instante.

La vuelta a casa se me hizo corta, insensible, uno de esos ratos que no dejan rastro en la memoria. El buzón, siempre olvidado, rebosaba de cartas con anuncios de regalos maravillosos, facturas y papelajos de variada índole. Encontré entre toda aquella furufalla un tarjetón de mis amigos del campo invitándome a la matanza anual, pero supe enseguida que no iría. No era año de matanzas.

martes, 21 de diciembre de 2010

PARA ESTAS FECHAS NAVIDEÑAS

LA MATANZA

Este año, como todos los últimos, he tenido la fortuna de ser invitado a una matanza casera por Pepito 'El Carlos', uno de los buenos amigos que en el  pueblo tengo y que las celebra tradicionalmente. Es, además de buen restaurador, excelente matachín y adobador de embutidos, oficio que le viene de su ya lejana juventud, cuando no había tanto control sanitario y sí un poco más de hambre. En aquellos tiempos, junto con su padre y uno de sus hermanos, Paco, formaban una experta cuadrilla que no daba abasto a los cochinos del pueblo.
La matanza se hace en un cuartico del campo un tanto apartado de miradas indiscretas y a hora temprana. Se enciende un buen fuego de leña de limonero o de olivera que ayuda a templar los cuerpos por fuera mientras por dentro se les calienta con tragos de “regüerto”, mezcla de vino viejo y anís seco, capaz de matar al más recalcitrante “gusanillo” y a su padre (sí lo hubiere), o con algún “tegüi”, producto este de tiempos más actuales. El cochino, que sin perdón así se llama, permanece en un rincón vecino, amarrado por una pata observando los preparativos con mirada torva y desconfiada, hasta qué llegado el momento se trinca con el morral y se sube a fuerza de brazos a la mesa, donde lo sujetan los asistentes de más valentía. Él pugna desesperado por desasirse, angustiado quizá por el futuro trágico que presiente inmediato. Con ademán rápido y certero, fruto de su magistral práctica, Pepe le asesta la cuchillada mortal buscándole el guajerro y la pobre bestia “da la sangre” a borbotones densos y humeantes entre espeluznantes aullidos. María acude presta a removerla para que no cuaje, que ha de aprovecharse hasta la última gota para que bien mezclada con cebolla cocida, de lugar a la excelente morcilla de corazón piñonero.
Después de chumarrado y afeitado y una vez cercenada a ras la cabeza, se le coloca de bruces sobre la mesa para abrirlo por el lomo como es costumbre por esta zona. Una vez extraído el espinazo que dará las ricas costillejas, compañía inmejorable de exquisitos arroces aparecen, además de las magras, las dos hojas de blanco tocino, parte de las cuales serán para seco y parte para incorporarlo a blancos y morcones. Todo, ha de aprovecharse, y todo es de primera calidad. Ya lo dice el saber popular: “Del chino me gustan hasta los andares”.
Una vez troceado y mientras se va picando la carne, es momento de relajarse y echar los primeros pellejos y tajadas de lomo y tocino a la lumbre, que para entonces es ya brasa rojiza y ansiosa de ser útil. No hay manjar comparable a una buena loncha de tocino asado, comida sobre una rebanada de pan casero, que se va cortando a pedazos con la imprescindible navaja, adminículo en vías de extinción pero que necesariamente hay que rescatar para estas ocasiones. Ni que decir tiene que, de tanto en tanto, cuando la garganta se encuentra con dificultades de deglución, se la auxilia con uno o varios tragos del generoso y espeso vino de la tierra, que vuelve a poner las cosas en su sitio, y llena el corazón de buenos deseos. 
Incomparable festejo y óptima introducción a las fiestas navideñas el que constituye una matanza campesina de las de mi pueblo, rodeado de buenos amigos, en un frío día de invierno cercana ya la Pascua. ¡Ojalá Pepito tenga el humor de continuar matando durante muchos años y el buen gusto de seguir invitándome!

Del libro “Desde El Asilo”. IJK,  Murcia, 2000

domingo, 19 de diciembre de 2010

PARA DESENGRASAR

LA LECHERA
Caminaba la muchacha tan contenta con su cántaro a la cintura. La leche, recién ordeñada blanca y espumosa le latía en el costado al compas del grácil paso. Su desbordante imaginación planteaba halagüeñas perspectivas de negocio. Pensó: con los pingües beneficios de la venta, emprenderé acertadas inversiones: primero compraré unos huevos. Vendiendo los huevos con la adecuada plusvalía, un par de capones; con el producto de estos, un choto, luego un cerdo, después una vaca, etc.
Y dicho y hecho; en unos pocos años, hete aquí a la lechera convertida en presidenta del Consejo de Administración de una de las más importantes industrias lácteas de nuestro país.
Moraleja: nada tiene de malo fabular con el futuro. Lo importante es no tropezar durante el proceso.

sábado, 18 de diciembre de 2010

SOBRE EL SAHARA (VII)

¿El fin del conflicto?

Veinte años son muchos para que un conflicto armado permanezca latente sin que las condiciones que lo desencadenaron hayan sufrido una modificación sustantiva. Dos generaciones han visto la luz desde que se produjo; las circunstancias políticas y sociales de las partes y de los países del entorno poco se parecen a las de aquellos tiempos, y las soluciones posibles en la actualidad tienen que buscar formulas viables dentro de esta situación, tan diferente a la del inicio.
El conflicto, la guerra, se planteó entre lo que parte de los saharauis consideraban la invasión de su territorio y lo que Marruecos y Mauritania creían un derecho legítimo de ocupación en virtud de la cesión de administración que les había hecho la potencia colonizadora, España.
Transcurrido todo este tiempo, desde el alto el fuego en 1991, sin que las resoluciones de la ONU sirvan para nada, las posiciones siguen más o menos lo mismo. Reuniones y más reuniones en América o donde convenga sin otro resultado que declaraciones de buena voluntad, como mucho.
El FP. se mantiene irreductible en su reivindicación independentista, con referéndum previo. Pero ¿De verdad alguien cree que en la actualidad sería posible un referéndum? ¿Como se haría el censo? ¿Entre los ciudadanos que hoy habitan la región? Todas las fuentes coinciden en que un 75% son “colonos” del norte llegados a partir de “la marcha verde”, empadronados allí y con derecho a voto desde el punto de vista marroquí.
¿Hacer un censo solamente de los saharauis? ¿Cuales? ¿Los de Marruecos, los de Tinduf, los de Europa? ¿Todos ellos? ¿Los del censo español de 1974? ¿Los nacidos en todas esas partes desde entonces y hoy mayores de edad? ¿Los anteriores al conflicto?... Ya se intentó en su día y fue imposible completarlo. ¿Hoy sería más factible? No parece probable.
El camino de la guerra, cuya amenaza surge de vez en cuando, parece más un recurso dialectico que una realidad factible. No es probable que los dirigentes del FP. estén en condiciones de volver a las duras condiciones de la guerra en desierto treinta y cinco años después y no creo que las generaciones actuales estén animados del mismo espíritu que aquellos fieros beduinos, llenos de  fervor guerrero y acostumbrados a las duras condiciones de un terreno inhóspito, que lucharon sin cuartel contra Marruecos. Los tiempos, incluso en el desierto, han cambiado.
Marruecos propone la vía autonómica. Puede que no sea la mejor de las soluciones, pero es la única que se perfila posible, aún a largo plazo. Sin duda acarrearía un largo proceso en el que muchas instituciones del estado actual se verían sometidas a revisión. La experiencia española, por más cercana (a pesar de sus indudables diferencias), es una muestra de las dificultades que semejante proceso entraña y de lo que tarda en culminarse con un éxito relativo.
Lo que ha quedado claro, a lo largo de estos años, es que si no se emprende un camino de negociación, con todas las dificultades que ello comporta, esta situación puede perdurar otros treinta y cinco años o más, sin ningún problema. La paciencia de Marruecos es infinita. Y los únicos realmente perjudicados son los que todavía se encuentran bajo las jaimas, en Tinduf, malviviendo de los subsidios mientras estos duren y deteriorándose lentamente como personas y como pueblo. 
Para más detalles, ver: 

https://n9.cl/noss8f

viernes, 17 de diciembre de 2010

SOBRE EL SAHARA (VI)

Los países implicados

Una de las preguntas que surgen inevitablemente cuando se trata del asunto del Sahara es la del papel que en todo este embrollo han representado y representan los países que tienen relación con él.
España fue el desencadenante de “la catástrofe”, indudablemente presionada por el gobierno de Marruecos y la marcha verde. Pero si el gobierno español no hubiera decidido abandonar su provincia de forma abrupta, a saber que otros futuribles de variada índole se habrían hecho realidad. Desde entonces, según el punto de vista internacional, la potencia administradora es Marruecos, pero en el interior del país ha ido creciendo el sentimiento, propiciado por el gobierno y comúnmente aceptado, de que el antiguo Sahara Occidental forma y ha formado parte desde siempre del territorio marroquí. Salvo la presencia policial, que es mucho más abundante en “las provincias del sur”, y los precios de muchos artículos de primera necesidad, subvencionados por el gobierno en un buen porcentaje, nada las diferencia del resto de Marruecos.
El fallo del tribunal Internacional de la Haya es interpretable y, como todos los documentos de ese tipo, pretende nadar y guardar la ropa. Desde el punto de vista marroquí se puede entender de una forma y del contrario, de otra. Y es posible que ambas sean ciertas. En tiempos pretéritos, los sultanes de Marruecos tuvieron lazos vasalláticos con las gentes del Sahara y durante largos periodos de tiempo la oración se hizo incluyendo a la autoridad marroquí del momento, pero no es menos cierto que durante otros, cuando la situación de los gobiernos del norte era más débil, las tribus saharauis no reconocían autoridad alguna ni se sentían vinculados a ella en lo que al pago de impuestos se refiere.
Para muestra, unos botones del texto de la Resolución del Tribunal Internacional de La Haya de 16 de octubre de 1975:
Los materiales e información presentadas al Tribunal muestran la existencia, en el momento de la colonización española, de vínculos jurídicos de vasallaje entre el Sultán de Marruecos y algunas de las tribus que viven en el territorio del Sahara Occidental.  Igualmente, muestran la existencia de derechos, incluidos derechos sobre la tierra, que constituyen vínculos jurídicos entre la entidad mauritana, tal como la entiende el Tribunal, y el territorio del Sahara Occidental.
Pero a renglón seguido, puntualiza:  
De otro lado, la conclusión del Tribunal es que los materiales e información presentadas a él no establecen ningún vínculo de soberanía territorial entre el territorio del Sahara Occidental y el reino de Marruecos o la entidad mauritana.
O sea, que sí pero no, o no pero sí. Cada uno puede tomar el rábano por  la parte que más le convenga.
Otro país relacionado de cerca con el conflicto, es Mauritania. Se trata de un enorme territorio (1 M. de km²) con pocos y dispersos habitantes (unos tres millones en la actualidad), de los que casi la mitad viven en las dos principales ciudades, Nuakchot y Nuadibú. Es un territorio pobre y desértico sobre el que el reino de Marruecos siempre ha tenido afanes anexionistas. El sueño del “Gran Magreb” alumbrado por Allal el Fasí a mitad del S.XX, incluía parte de Argelia y la totalidad de Mauritania. De hecho, esta última entró en la guerra contra el Polisario ante el temor de que Marruecos invadiera su territorio con la excusa de luchar contra ellos. Luego las cosas se normalizaron,  Mauritania se retiró de la guerra en agosto de 1979 renunciando a cualquier reivindicación; fue el asilo de muchos saharauis escapados de Marruecos y la vía natural de salida de los disidentes polisarios hacia Europa.
Argelia, enemigo tradicional de Marruecos cuyas últimas operaciones bélicas, “la guerra de las arenas” en 1963 acabó con la cesión de las regiones de Tinduf y Bechar, vio el cielo abierto cuando los dirigentes del Polisario vinieron a pedirle apoyo militar y logístico, igual que les proporcionaba Libia. Les cedieron una amplia zona en la desértica hamada de Tinduf (de indudables reminiscencias reivindicativas para Marruecos que había sido soberano de esos territorios en el pasado) y les apoyaron con armas, combustibles y asesoramiento militar, nunca se sabrá a cambio de cuanta cesión de autogobierno. Para Argelia, tenerle un dedo metido en el ojo al gobierno marroquí y dejarse expedita una posible salida al atlántico si el “protegido” lograba la independencia, justificaba el dispendio.
A Marruecos le apoyaron (y le apoyan) de forma incondicional sus tradicionales valedores internacionales, Estados Unidos y Francia. ¿Las razones? Largas y complejas, cuya explicación requeriría espacio más dilatado. Baste recordar que el reino de Marruecos fue el primer estado en reconocer a los EEUU en 1821 y en ofrecerle sede consular en Tanger.
La Asamblea de las NNUU dicta periódicamente sus resoluciones de las que nadie hace caso y se anda con pies de plomo para no manifestar en voz demasiado alta nada que pueda ofender al rey de Marruecos, pero sin dejar de mantener enhiesto, al mismo tiempo, el pendón en defensa de los derechos humanos, lo cual supone un exhaustivo trabajo que parece consumir sus mejores recursos.
Este galimatías internacional explica, siquiera de forma somera, que el conflicto tenga muchas más ramificaciones de las que en un principio se podían presumir. La situación geoestratégica, que hoy ha alcanzado enorme importancia en el concierto de las naciones, hace que la hegemonía de uno u otro bloque mediatice de forma importante las ayudas, actuaciones y tomas de posición de unos u otros países respecto de la cuestión y explica que algunos gobiernos se anden con pies de plomo a la hora de manifestarse ante ciertas actuaciones que pueden parecer desmesuradas, por mor de las consecuencias colaterales que puedan sobrevenirles.
El conflicto entre el Frente Polisario y el reino de Marruecos se ha convertido en un asunto tan complejo que cada vez se hace más patente la duda de si es posible encontrarle una solución sin recurrir, en mayor o menor medida, a la opinión y la ayuda internacional. Y de momento nadie está, de una forma comprometida, por la labor.
Para más detalles, ver: 

https://n9.cl/noss8f







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