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jueves, 28 de abril de 2011

DEMOCRACIA Y PERVERSION

Creyeron los antiguos griegos que la democracia era la menos imperfecta de las formas de gobierno. Aristóteles (Estagira, 384 - Calcis, 322 aC) en su Política, analiza los sistemas políticos conocidos hasta entonces (monarquía, tiranía, república, oligarquía, etc.) para concluir que la democracia es el más apropiado, (por menos dañino entre toda la pléyade de gobiernos imperfectos) para las polis griegas. Define la democracia como el gobierno de todos y propone que la totalidad de los ciudadanos pase, sucesivamente por los puestos de dirección, que deben ser ocupados en periodos inferiores a un tiempo determinado con el fin de evitar la corrupción, que comenzaba ya a sacar el hocico de la madriguera.
Cierto es que las ciudades griegas de la época  tienen poco que ver con la organización actual de nuestros territorios y que los sistemas de vida y de producción de los viejos griegos se parecen solo ligeramente a los actuales, pero no cabe duda de que hemos heredado de ellos muchos conceptos por lo que a la democracia se refiere, incluido el fantasma perverso de la corrupción.
Desde entonces a nuestros días, los países de nuestra zona de influencia han sufrido innumerables tipos de gobierno, desde las monarquías absolutas a las tiranías socialistas, para concluir al fin en los llamados “sistemas democráticos” que tienen en común la participación del pueblo en la elección de los gobernantes, aunque revistan formas diferentes en sus estructuras.
Algunos de esos países estrenaron democracia hace siglos, como los ingleses que tienen su primera Carta Magna desde 1215; otros, como los españoles, recuperamos Constitución en 1978 después de que un punch militar diera fin a la ultima, republicana, de las varias que se habían sucedido a partir de la primera de 1812 (la famosa Pepa, por ser promulgada el 19 de Marzo).
Pero nuestra última Constitución contenía un caballo de Troya: el sistema de partidos, que proliferaron como hongos en las primeras elecciones democráticas, fue fagocitándose a sí mismo hasta que la Hidra solo tuvo dos cabezas mayores y una minúscula red de tentáculos periféricos, orientados a su vez, en encontradas direcciones. Y las dos cabezas, unidas indisolublemente por el sistema democrático como Escila y Caribdis lo estaban por el mar, cayeron en la perversión de fijarse como objetivo, cada una la destrucción de la otra, sin percatarse que la muerte del enemigo llevaba aparejada la propia.
Y lo que es más grave, las permanentes disputas de los partidos, jaleadas diariamente por una prensa que necesita para funcionar madera carnicera como el tren de los hermanos Marx, nos ha vuelto a separar en dos bandos en los que se escuchan continuamente las palabras ellos y nosotros, como si perteneciéramos a dos comunidades, no solo distintas, sino enfrentadas.
El desconcertado españolito de a pie, que se resiste a ser incluido en ninguno de esos bandos por lo que supone de enemistad con el otro, se pregunta con desánimo si no será posible pertenecer alguna vez a un país sosegado, con sus diferentes peculiaridades que no entrañen disputa ni enfrentamiento, cuando estamos abocados a sentirnos participes de realidades supranacionales que se experimentan, con una naturalidad envidiable, cuando se viaja más allá de las fronteras propias.
Seguir mirándose el ombligo territorial o partidista es, hoy día, ejercicio cateto y desaconsejable, propio solo de mentalidades carpetovetónicas y cerradas que ya deberíamos haber erradicado de forma definitiva hace tiempo.



jueves, 14 de abril de 2011

EL QUIJOTE TATUADO

Lo perdí de vista cuando acabamos el bachillerato. Había sido una de esas amistades íntimas en una edad que se ansía de forma visceral compartir cosas: los pensamientos que nos parecen trascendentales, los primeros enamoramientos, las tomas de posición que acaso determinarán nuestra vida futura… Uno de esos amigos a los que consideramos mejor que nosotros mismos, más exitosos, más maduros, un líder sin cuyo apoyo no se concibe la vida. Descendiente de emigrantes argentinos, en su casa se respiraba un aire cosmopolita que contrastaba con la discreción inmóvil que era habitual en nuestras viviendas provincianas, lo que me mantenía siempre en un estado de estupefacción admirada.
Su padre había tenido un cargo de relevancia en el mundo diplomático del que Maurelo hablaba siempre en un tono misterioso y conspirador. El 29 de Abril, santo de ambos, la madre, una mujercita frágil y de una trasparencia distinguida, nos invitaba a merendar en el salón que se abría para la ocasión, presidido por una bandera argentina y una serie de retratos en los que se veía a Don Maurelo estrechando la mano de personajes cargados de medallas.
Eran apasionados lectores del Quijote, cordón umbilical que nunca les permitió olvidar la lejana patria durante sus años de permanencia en Argentina y por el que seguían manteniendo una devoción que se materializaba en la lectura diaria de un capítulo de la obra que toda la familia escuchaba reunida después de cenar. En más de una ocasión me fue dado asistir a aquella lectura, para mí iniciática, cuyo recuerdo me ha acompañado siempre: en el salón en penumbra, don Maurelo ocupaba un gran sillón de orejas junto a una lámpara de pie, su esposa se situaba junto a él, las chicas y nosotros en un semicírculo reverente, un poco más lejos. Después de aquellas sesiones cotidianas, no era raro que mi amigo recitara de corrido largos pasajes de la obra y se ufanara de conocer de memoria capítulos que podía repetir sin dejar una sola coma de las que, por cierto, abundan en la obra.
Ni que decir tiene que acabé contagiándome de la afición por el libro, cosa que nunca les agradeceré bastante a Maurito y su familia.
Cuando me pareció reconocerle en aquel balneario de aguas termales, pensé que imaginaba visiones. El Mauro de mi infancia era un señor de barriga prominente con el brazo izquierdo tintado, desde la muñeca al hombro, por una especie de dibujillos serpenteantes que me hicieron recordar la escritura en forma de patas de mosca del traductor de griego en El nombre de la rosa.
Y, efectivamente era él, más viejo, más fofo, más hastiado de la vida, buscando fuentes de eterna juventud por los balnearios del país sin encontrar más que pasajero alivio a las dolencias pertinaces, igual que yo, igual que todas aquellas momias pellejosas entre las que deambulábamos. Intentamos ponernos al día con ese afán absurdo de recuperar vivencias que, como en los tangos, se fueron para siempre; como dos perros que se olisquean intentando resucitar un vínculo perdido hace muchos años.
Y me contó lo del tatuaje del brazo: a la muerte de su padre, para que la memoria de aquellas jornadas de lectura y su amor al Quijote pervivieran de forma indeleble, había concebido la más extraña locura que imaginarse pueda y fue la de tatuárselo en el cuerpo. Puso manos a la obra en uno de los muchos establecimientos que al asunto se dedican sin que el escribano en pieles manifestara el menor signo de asombro; ese es un mundo en el que la capacidad de sorpresa hace años quedó colmatada.
Y en eso andaba el buen hombre, disgustado porque lo exiguo de su piel no iba a ser pandereta bastante para contener la obra completa. Llevaba escritos en el brazo izquierdo dos capítulos y medio y, aunque pensaba obviar la Novela del curioso impertinente y alguna otra cosilla de menor cuantía, dudaba que el resto le cupiera en la oronda geografía, aún incluyendo las partes más pudendas.
Acabó confesándome que detestaba los baños de cualquier clase, especialmente los termales y que su estancia en aquel balneario no era más que la prueba de fuego obligada para comprobar la calidad del tatuaje. Le horrorizaba marcharse a la tumba emborronado.

jueves, 7 de abril de 2011

EL SUEÑO (R. Alberto Arrieta)

Dedicado a mis amigos, componentes del Thornton club, que me ayudaron a encontrar estos versos.

Oscurece, la cuadrilla vuelve del merancho con fatigas de la semana a cuestas. Han cambiado la hoces filosas por la azada. Es tiempo de siega y los cuerpos acumulan riñones rotos, polvillo urticante de la mies y brazos dormidos de fatiga.
Dejaron la monda para lo último. Aunque sea trabajo imprescindible, podía esperar hasta la tarde.
En casa, las mujeres se afanan componiendo la cena para cuando ellos vuelvan. El conejo recién muerto borbotea en la sartén renegrida por el fuego de leña, sobre un lecho de tomate y pimientos de bola. Como todos los días, tras un somero lavado en la zafa de agua templada al sol, los hombres acudirán a reposar la fatiga de años a la sombra crepuscular de la morera cantarina. Luego, con parsimonia gustosa, darán buena cuenta del frito mojando blancas sopas de pan que tallan a navaja cachicuerna, sobre el mantel de cuadros azules en la mesa de alas.
Junto al tronco del árbol, en una silla baja de cordeta, la abuela teje peucos para lo que ha de llegar pronto: un par de color azul por si es niño y otro de color rosa por si es niña.
Tres chiquillos corretean persiguiendo mariposas amarillas. Mordisquean con hambre de salud rebanadas del pan que amasó la madre, mojadas en vino y escarchadas de azúcar, luego se arraciman junto a la abuela, que ha dejado la labor sobre la falda.
Tres cabezas de oro y una
Donde ha nevado la luna
Las manos de venas trasparentes deformadas por el tiempo y los trabajos acarician las cabezas rubias. Las niñas, trenzas con lazos de cinta roja, él pelo corto y liso. Runrunean suavemente a  la caricia de los dedos frágiles.
Otro cuento más, abuela
Que mañana no hay escuela…
Suspira con fingido cansancio y se hace de rogar mientras disfruta el cariño que los niños le regalan, lo más hermoso que le queda desde que murió el hombre dejándole el corazón dormido para siempre.
Pues señor, este era el caso…
Va desgranando las mismas historias, mil veces repetidas, que los ojos azules espían abiertos como platos, advirtiéndole cuando se aparta del guión que conocen de memoria.
-     No abuela, que no eran chinas lo que Garbancito dejaba, eran migas de pan que se comieron los pájaros, ¿ya no te acuerdas?
La abuela, con paciencia ancestral, compone el relato de nuevo.

Las tres cabezas hermanas
Cayeron como manzanas
Maduras en el regazo

Como el sagaz lector habrá advertido, los versos son del poeta argentino Rafáel Alberto Arrieta, a los que me he permitido colocarles un contexto local. 



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