Dedicado
al Club Thornton y muy especialmente a Mariano Feced.
Es
probable que tengáis suerte y atesoréis, como yo, buenos amigos que un día os
conviden a una excursión de objetivo fundamental: contemplar los ocres de las
viñas jumillanas en el mes de noviembre.
Puede
que la excursión incluya una visita al convento franciscano, joya del S.XVI
escondida entre las fragosidades de la sierra de Santa Ana, abuela de la Virgen,
a la que los jumillanos consideran como de la familia.
El
convento, al que oiréis llamar erróneamente monasterio (sabido es que los
franciscanos no son orden monástica), fue
en sus inicios Colegio Seráfico y casa de noviciado. Hoy, reducido a parca
comunidad, duerme su sueño de Fafner guardando
multitud de reliquias: tallas de Salzillo, Roque López y Juan de Juanes,
cuadros de Muñoz Barberán, el hermoso pozo del claustro que convida al
silencio, el "Madroño de San
Pascual" plantado a finales del siglo XVI y una nutrida biblioteca que cuidan con esmero los
pocos frailes que los avatares de los tiempos modernos han respetado.
Se cuentan muchas leyendas, todas
verdaderas, sobre cristos tiroteados e ilustres huéspedes que a lo largo de los
siglos ha albergado el convento: San Pascual
Bailón, los padres Juan Mancebón y Salmerón, el beato Andrés Ibernón, algunos
escritores y artistas de no menor relevancia (José Martínez Ruiz Azorín, José
Luis Castillo Puche), etc.
Llegado
el mes de noviembre, el fresco aire serrano se percibe de forma cortante y los
habitantes del llano que se acercan a la zona cautivados por los buenos vinos y
unas exquisitas paletillas de cabrito al horno sienten, después del ágape
mariano, inundado el corazón de la pax et bonum franciscanas y una
ligera envidia (pasajera) por la bonhomía que aquellos santos varones esparcen
a su alrededor.
Pero
antes, una excursión a la fértil planicie permitirá que contempléis en arrobo
silencioso, los hermosos tintes ocres que las viñas van trocando por el verde estival
que enmascaraba, amoroso, los dulces granos negros y amarillos.
Mientras
dejáis derramar la vista por el anchuroso valle repleto de colores cambiantes,
algún cuñado próximo, de espíritu sensible, os hará reparar en “la hermosa
simbiosis entre la viña y el olivo” y aprenderéis a mirar ese trozo de
naturaleza con ojos nuevos, como sucede cuando alguien más entendido os muestra
los misterios escondidos en “Las Meninas”.
Es posible
que entonces, como yo, encontréis el autentico sentido a las palabras leídas
hace tiempo:
Entre
cosas, animales y hombres existe una fatal incomunicación. Nuestro sentir
estético, atributo del espíritu, tiende a traer al mundo la continuidad del
origen, pretendiendo hacer del universo un todo fluido y comunicado, una
simpatía. Cuando esta tendencia encuentra un medio apropiado, el Espíritu
realiza su vocación, y llega a comunicarse descaradamente con la materia y la
humilde vida interior. (Asklepios, Miguel
Espinosa)