Suetonio, el escritor romano, nacido hacia el año 70 aC. tuvo la acertada idea de dejarnos escritas las Vidas de los Césares, que abarca a los emperadores romanos desde Julio hasta Domiciano; su obra, de indudable valor histórico, se recrea con frecuencia en detalles de tipo domestico (y en el caso de Cesar un tanto hagiográficos) de las que pueden extraerse numerosas enseñanzas.
Relata, y es el caso que nos ocupa, como Julio Cesar repudió a su tercera esposa, Pompeya, que se había visto asediada (parece que a su pesar), por un presunto amante llamado Clodio, en unas celebraciones religiosas exclusivas para mujeres a las que este había asistido travestido de tal, con la intención manifiesta de atentar contra la honra de la, hasta entonces, virtuosa matrona. El asunto se difundió más de lo que seguramente ninguna de las partes implicadas hubiera deseado hasta el punto de que el Senado tomó cartas en el asunto ordenando una minuciosa investigación que dio lugar a toda clase de comentarios entre la plebe romana, ávida, al igual que hoy día, de escándalos de alcoba y entrepierna.
El hecho es indudablemente cierto, las razones últimas que el Cesar tuviera para repudiar a su señora, ya son otra cosa; las malas lenguas dijeron que había encontrado la ocasión propicia para desembarazarse de una esposa que había dejado de convenirle para su ambiciosa carrera política. El asunto es que justificó sus motivos diciendo que “la mujer del césar no solo debe ser virtuosa, sino también parecerlo a los ojos de los demás”, expresión que ha llegado hasta nuestros días.
Y uno se cuestiona: si los amagos de inmoralidad (sea del tipo que sea) en los personajes públicos ya se daban con asiduidad en época tan pretérita, parece inevitable llegar a la desesperanzadora conclusión de que no hay nada que hacer con la naturaleza humana: es ancestralmente corruptible y por tanto estamos sujetos a la inevitable perversión de hechos y costumbres de todos en general y de los que ocupan los puestos dirigentes de la sociedad, en particular.
Sin embargo, se puede deducir de esta historia una segunda moraleja un poco más optimista, y es que cerca de los corruptos o inmorales, hay a veces personas con capacidad de decisión que, como en el caso de Julio Cesar, reaccionen tomando medidas drásticas, interviniendo de forma fulminante para ejercer la cirugía política de modo que la situación se remedie, apartando a los fundadamente sospechosos de la cosa pública, simplemente porque con su actuación demasiado nebulosa han defraudado las esperanzas que en ellos depositaron quienes los escogieron para el menester. No es pertinente esperar el dictamen de culpabilidad de los cauces jurídicos (que también, pero ese es otro tipo de responsabilidad, exigida por las instancias que corresponda). Se trata de penalizar con rigor, desde el punto de vista político actuaciones inadecuadas de las que los inmorales o corruptos deben responder ante quienes los colocaron en su puesto para defender los intereses de la mayoría, no los propios. A esos electores es a quienes han defraudado de forma notoria y es ante ellos ante quienes tienen que responder de forma inmediata, sin perjuicio de las actuaciones de la justicia a que pudieran haber dado lugar.
Y eso es lo que los partidos políticos exigen habitualmente en un estado de derecho con buena salud democrática. El partido, instancia supra-personal, vela por su salud interna cercenando con decisión la parte que pueda haber quedado dañada por la ponzoña a fin de que el resto del cuerpo no se contamine de ella ni le toque siquiera la sospecha; y pueda mantener ante los ciudadanos la imagen impoluta que les presentó en la campaña electoral cuando, con dulces cantos de sirena y almibaradas razones, aun expresadas en tonos apocalípticos y mitineros, les solicitó su voto prometiendo gobernarlos con toda corrección y respeto.
¿O no?