Al P.D.G. del club Thornton
El leader de la tertulia más prestigiosa y cualificada de Murcia, no ha mucho que publicó una de sus ingeniosas entradas en un blog que goza de fama internacional (Thornton club). La llamó broncemia y describía en ella una afección que, con ser tan antigua como la condición humana, tiene en nuestros días una extensión que amenaza convertirla en preocupante. Esta llamada de atención, interesante como todas las suyas, me sugirió la visita, pormenorizada y ensoñadora a las estatuas de Rodin que adornan, en estos días prólogo de la Semana Santa, un hermoso espacio de nuestra ciudad. Quise comprobar de cerca si experimentaba en mis entretelas alguno de los síntomas con que describe la enfermedad el prestigioso galeno Dr. Núñez, bien conocido por sus extensos estudios sobre la materia: diarrea mental, sordera interlocutoria, reflejo céfalo-caudal y pérdida paulatina de la capacidad ensoñadora.
Con las debidas precauciones para evitar cualquier roce contaminante, me aproximé a la primera de ellas: Il penseroso, concebida en principio para figurar en la puerta del infierno de un museo de artes decorativas. Avatares de la historia hicieron que nunca se ubicara en aquel destino y que la figura, que quiere representar a Dante meditando sobre su obra, adquiriera entidad propia. Así ha llegado hasta Sto. Domingo.
Rodin, a quien en su época se acusó de modelar sobre el natural (tan perfectas eran las esculturas que presentó en su primera exposición de Paris), quiso dejarnos en “el pensador” un cuerpo convertido en cerebro cuya tensión se manifiesta en cada uno de los músculos que resaltan bajo la piel, de la cabeza hasta los dedos de los pies, que parecen aferrarse en un rictus ultimo a la roca que los sustenta. No se sabe si el cuerpo atlético, acabado un esfuerzo titánico ha quedado meditabundo por un momento o si de esa tranquilidad surgirá de improviso el salto imparable. La quietud del instante ha quedado atrapada para siempre en el bronce.
Las otras seis figuras forman la colección “Los burgueses de Calais”, un encargo que el escultor recibió del consejo de la ciudad para honrar a seis de sus ciudadanos que tuvieron un destacado papel en la defensa de la villa ante la invasión inglesa en el año 1347. El papel, nada honroso, consistía en entregar las llaves al rey inglés Eduardo III como símbolo de rendición, y comportaba el grave riesgo de que fueran ajusticiados o torturados. (Es sabido que matar al mensajero ha sido deporte practicado con asiduidad por reyes y generales). Quizás por ello se presentaron ante el vencedor con la túnica de los condenados como único atuendo, descalzos, con las llaves de la ciudad y la soga al cuello.
Cuenta la tradición que las estatuas fueron modeladas desnudas para luego ir añadiéndoles los ropajes bajo los que se intuyen siempre las expresivas formas, “erigidos unos al lado de otros como los últimos arboles de un bosque arrasado”, en palabras de Rainer María Rilke, secretario de Rodin, han quedado para siempre en Calais, junto al ayuntamiento.
Cada una de las estatuas expresa sentimientos distintos frente a la catástrofe que les aguarda: desesperación (Andrieu D’Andrés); ansiedad temerosa ante el cruel destino (Jean de Fiennes); arrogancia dentro de la sumisión (Eustache de St. Pierre); duda (Jacques de Wissant), mientras que Pierre, el más anciano de todos, se muestra decidido y valiente. Con ser impresionantes todas y cada una de ellas, me resulta estremecedora la tensión crispada de Jean d’Aire cuyos músculos parecen a punto de reventar la piel que los sujeta con dificultad. Imagino el rostro terso, la mirada orgullosa y desafiante, la barbilla provocadora, velados discretamente por sus compañeros cuando aparecieran ante el rey inglés.
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Notando un ligero incremento en mi peso, continué caminando hacia la tertulia de Belluga “por en medio de esa vieja calle salón” [como dice Pedro García Montalvo (otro distinguido miembro del Club Thornton) en su retrato de Avellaneda[1]], con idea de repostar en el Hispano, mientras decía para mis adentros: he de corregir a los sabios doctores; la broncemia, a pequeñas dosis, no parece peligrosa.