Mi amigo Fernández acaba de regresar de Cataluña donde tiene unos parientes emigrados en aquellos años que la España del sur se convirtió en exportadora de mano de obra sin cualificar. Sus primos de segunda generación son ya más catalanes que los originarios, pero los viejos aun añoran la huerta que dejaron, sublimada en la memoria por el tiempo y la distancia, y el olor de los limones que reviven cuando Fernández les lleva una capacica.
- Aquello es otro mundo –me decía- parece que estés en el extranjero: la gente habla otro idioma y la policía viste de otra manera: en vez de guardias les llaman mozos; y los letreros de las tiendas tienen que estar obligatoriamente en catalán, si no, multan a los propietarios. Un carajal, que ya no se sabe si estás en España o no. Menos mal que la gente es amable y en ningún sitio tienes dificultades porque te expreses en castellano.
Procuramos quitarle hierro al asunto en el Mesón de José Luis a base de unas cañas con bonito y habas tiernas, pero no pude por menos que reflexionar en voz alta, durante el plácido camino que nos llevaba hacia mi acogedor Asilo que, en un principio, los pueblos se unieron alrededor de un idioma en el que las gentes podían entenderse. Luego eso dio lugar a que los territorios que habitaban tomaran su nombre. Así Cataluña tomó el nombre de los que la habitaban, otras zonas tomaron el suyo: Vasconia el lugar de los vascos, Bretaña el de los bretones o Gascuña el de los gascones. Muchos años antes los romanos fueron conocidos por ser los primigenios habitantes de Roma, que hablaban una lengua común, extendida por todo el Mediterráneo: el latín. En nuestro país, los reyes católicos, especialmente Dª Isabel I de Castilla que mandaba bastante más romana que su consorte el rey de Aragón, decidió que España debía ser una sola y no el conjunto de reinos que había sido hasta entonces. Y ahí comenzó a gestarse la versión del difícil ensamblaje de pueblos que aun no hemos acabado de resolver.
Entender que en el conjunto de un país haya diferentes formas de percibir el territorio que sin ser excluyentes reivindican de una forma rotunda su personalidad especifica, resulta difícil para los que conciben la nación de una forma excluyente y monolítica. Los nacionalismos no tienen por que ser excluyentes. Pueden ser complementarios y enriquecedores como los hijos de una familia no tiene por que ser clones del padre-madre, sino enriquecer a esa unidad genitricia con los aportes de una savia diferente producto de nuevos tiempos y nuevas informaciones a las que los de generaciones más jóvenes tienen fácil acceso. Al fin y al cabo el destino del mundo será el que ellos proyecten. El futuro, por mucho que nos empeñemos, ha de ser de ellos y será fruto de su elaboración y no de nuestros preceptos, que llevan en su esencia fecha de caducidad: nuestra propia vida.
Las miradas miopes, cargadas de preceptos recibidos -con toda la buena fe que queramos atribuirles- pero poco prácticos, y sobre todo poco validos para afrontar los retos del futuro siempre desafiante y desconocido, ayudan muy poco a la necesaria solidaridad que no tiene por que basarse en postulados de homogeneidad. Me parece que no hay nada más divertido y constructivo que la diversidad: yo aprendo de ti porque eres diferente y tienes algo que enseñarme y puede que tú aprendas algo de mí precisamente porque no soy como tú. El temor a la diversidad es un repugnante gusano engendrado por la cobardía acomodaticia de quien teme abrir su mente a lo diferente. “Que todo siga igual que siempre porque así nos ha ido bien” es el pensamiento de los privilegiados por la vida que solo esperan de ella el inmovilismo que los mantiene en un estado de vegetación conformista impropio de seres pensantes. Es una forma respetable de afrontar la vida… hasta el momento en que se pretende convertir en axioma irrevocable. Entonces es cuando hay que salir a la palestra no deseada para preservar la libertad de pensamiento, único privilegio que nos iguala a todos los nacidos de mujer, cualquiera que sea nuestra clase o condición.
- Tampoco es para tanto -dice Fernández, harto de reflexiones sesudas-. Me parece que te has pasado un pelo de trascendental.
- Puede que sí.