No parece que hayamos avanzado
mucho desde que el poeta, exiliado forzoso al final de su vida, hiciera ese
acertado y triste comentario.
Los dos gallos se han plantado,
cada uno en su rincón y desde lugar seguro han alzado cantos estridentes
procurando amilanar al contrario. Los seguidores de uno y otro, provistos de
orejeras que solo permiten ver uno de los colores del espectro político, los
han jaleado convenientemente cuando la pausa oratoria lo sugería. Con arreglo a
la vieja y eficaz norma política: pregunta
lo que quieras que contestaré lo que me dé la gana, han desembuchado
machaconamente durante largas horas los discursos que traían aprendidos,
respondiendo a preguntas sobre la marcha con frases en conserva. El alarde
parlamentario que en otras épocas consistió en hacer gala de oratoria,
elegancia y agudeza, se ha trocado en un ejercicio elefantiásico que emula las
soporíferas sesiones con las que Castro afligía a sus pacientes vecinos. No hay
quien resista una de estas exposiciones, menos quien la entienda y muy pocos
los que sean capaces de dilucidar entre la avalancha de cifras contrapuestas,
de inexactitudes y de silencios sobre cuestiones que el ciudadano creía
fundamentales, cuál es la verdad o por lo menos cuál de los gallos estentóreos
se aproxima más a ella.
Luego salen a la palestra los
pollos de menor entidad y también arremeten. Para el titular del gallinero,
curtido ya, con espolones afilados a modo de concertinas y con un revés que McEnroe
hubiera envidiado en sus mejores tiempos, son pan comido.
Y el ciudadano medio, agobiado
por su situación personal; por la de sus hijos reducidos a la inoperancia o forzados
al exilio; por la de sus mayores cada vez más desatendidos y temerosos ante un
futuro que creían tener asegurado; por la de sus vecinos, algunos de los cuales
está todavía peor que él, entra en un bucle de melancolía al que no le adivina
salida. Se ha prometido muchas veces no acudir nunca más a las urnas, pero sabe
que esa tampoco es una buena solución. Acepta que es animal político y percibe
con claridad que el desafecto por la participación ciudadana no es una
recomendación deseable. Es consciente de que su dejadez ha propiciado el que a
la política no hayan acudido los mejores ni, en muchos casos los más honrados.
Él también tiene su parte de culpa, lo asume pero no sabe como remediarlo.
No es cierto que todos los
políticos sean iguales, ni todos los partidos tampoco. Oye el españolito a unos y a otros decir que las
soluciones a la crisis que ellos proponen son las mejores, pero siente que las
grandes mejoras macroeconómicas se han hecho sobre la base de empobrecer a la
población (no a los dirigentes), recortar sus derechos y volver a las mujeres a
la tutela de la que hace muchos años se habían liberado; que la banca sigue con
sus pingües beneficios sin que el capital imprescindible para nuevos o viejos emprendedores
fluya; que la competitividad que en este país ha sido el índice de referencia
con Europa, ha subido gracias a los bajos salarios, como en China; que la
sanidad y la educación se deterioran a ojos vistas; que debemos, a partir de
ahora, inhibirnos de los crímenes internacionales…
El españolito se encuentra en
medio de las dos Españas y no sabe a cual pertenece.
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