Vivimos tiempos turbulentos que nos mantienen en
perpetuo desasosiego ante la avalancha de desinformación que ha invadido
nuestros días. Desde tiempos inmemoriales, la información estuvo al alcance de
unos pocos que la utilizaron para manejar a su antojo a los muchos, pero en
estos tiempos asistimos a un fenómeno que nunca antes se había dado en la
historia: la gran mayoría tiene acceso a toda la información disponible (otra
cosa es que la utilice de forma razonable y útil). Se acabaron el oscurantismo
y los adoctrinamientos para siempre: los medios de comunicación e internet han
llegado al alcance de todos. La red se ha convertido en la nueva definición de
lo infinito: imposible imaginar hasta donde pueda llegar.
Y sin embargo, un exceso de información corre el
peligro de transformarse, con frecuencia, en desinformación. Una cosa es tener
opinión y otra, muy diferente, atreverse a opinar de todo, fenómeno al que
asistimos cada vez con menos perplejidad, en los grandes medios de comunicación:
personajillos que no tienen más autoridad que su osada desenvoltura ante las
cámaras, se atreven con cualquier tema al que los superficiales
presentadores/as, siempre a la búsqueda del share
(índice de audiencia, dicho en lenguaje normal) y de la carnaza fácil. Y lo
grave es que sus opiniones, a menudo infundadas y siempre carentes de interés,
entran a saco en los patios vecinales de gentes aún más desinformados que ellos
causando estragos en pareceres y conciencias. La realidad, a cuyo conocimiento
es imposible acceder sin un mínimo de rigurosa investigación, ha quedado por
completo devaluada. Antes que hacer el esfuerzo de contrastar la información,
se prefiere acepar la opinión de cualquiera de esos elementos que, hablando a
gritos, haciendo gala de una vergonzosa mala educación y con la rotundidad del
ignorante, sientan cátedra con una frecuencia y desenvoltura temibles. Muchos
de ellos se han hecho “famosos” a base de no decir más que tonterías, y los
encontramos hasta en la sopa en cuanto se le da un poco de aire al mando de la
tele.
Ya desde siempre, la teología nos enseña que
opiniones expresadas con la suficiente rotundidad y defendidas con énfasis
plúmbeo, acaban implantándose como verdades incontrovertibles, capaces de
llenar sesudos tratados en los que se repite siempre lo mismo expresado de mil
variadas formas. Es cuestión de tiempo y de machaque (Nietzsche dejó dicho que
en teología no hay hechos, solo opiniones); al final la opinión acaba por
instalarse como hecho consumado. Y así nos luce el pelo. Como experimento
corroborador de lo antedicho, propongo el siguiente: Tómese al memo de turno,
hágasele manifestar su opinión sobre cualquier asunto, ya sea banal o
trascendente: lo hará con la gravedad y el énfasis del que posee la mayor
autoridad; repítase la formula varias veces para que se asiente de forma
perdurable en las dóciles molleras de los indocumentados y nos encontraremos a
la opinión transformada en realidad incontrovertible. No se asombre el
bienintencionado lector que sospeche exageración en mis palabras, el fenómeno
es tan real que ya se encuentran trazas en el Quijote, cuando el posadero
considera desproporcionado y fuera de lugar el relato de las hazañas de Gonzalo
Fernández de Córdoba, llamado el Gran Capitán y sin embargo toma por verdaderas
y fidedignas las inventadas historias de Amadís de Gaula, de todos conocido
como lo que hoy llamaríamos “relato de ficción”, sin más visos de realidad que
la imaginación desbordante de su autor.
Dice una antigua conseja que es de sabios separar
cuidadosamente el grano de la paja para no confundirlos, y otra que hay que
llevar ojo, no vaya a ser que nos den gato por liebre, animal aquel, que
también se puede comer (de hecho, ¡en cuantas ocasiones de hambruna no se habrá
comido!), aunque no sepa lo mismo que un tierno gazapillo.
Conviene permanecer alerta y huir de esos que se
manifiestan con la rotundidad del estólido y la seriedad del caballo antes de
que “emborien” con su osada estupidez nuestros frágiles cerebros, víctimas
inocentes de tanta tontería como se desparrama en muchos programas de lo que
debería ser un medio cultural e informativo.
Tan certero como siempre, Mariano. Podemos convenir que los conocimientos previos son imprescindibles para poder razonar sobre opiniones que se comvierten en hechos. ¡Ay! pero estos conocimientos deben cimentarse con el pensamiento, la enseñanza, la cultura... ¡Qué palabras! ¡Qué desgracia no saber, o no querer saber, que de todo hay, su significado! Querido Mariano, es posible que sigamos, por mucho tiempo, hablando de este fundamental problema que describes porque mentes muy sabias nos dicen: ¡Pero, si usted puede elegir! Un sofisma que conduce a la sociedad a un pozo sin fondo.
ResponderEliminarUn abrazo, Mariano.
Leo y asiento. Un abrazo, Antonio.
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