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viernes, 23 de octubre de 2015

BAEZA, ÚBEDA Y ALVAR FAÑEZ

Para Isabel y Eduardo, miembros de la caravana.
El viajero, que es disciplinado, se une a la caravana que lleva rumbo a Baeza. Le han dicho que, junto con su vecina Úbeda, son ciudades medievales que conviene visitar. Y a él le parece bien. Al viajero, sabedor de que el viaje y no el destino es casi siempre lo importante, cualquier rumbo le parece adecuado. Oyó decir hace mucho tiempo que a la mente, igual que a los perros domésticos y a los viejos, es necesario sacarlos a pasear de vez en cuando porque si no, se engandulan. A la mente hay que proporcionarle espacios renovados, vistas diferentes, ciudades que la sorprendan. Esos estímulos hacen que genere ideas, almacene  imágenes que luego será capaz de procesar, quizás para construir mundos ilusorios. La mente es cosa que no siempre controlamos y a la que hay que concederle un cierto respeto ya que posee una inquietante tendencia a funcionar de forma autónoma. El viajero, que en el transcurso del tiempo ha llegado a una saludable concordia con ella, la saca de paseo cuando la ocasión se le ofrece, como si fuera una mascota caprichosa o un anciano cuya silla de ruedas hay que empujar de forma dulce y constante.
Baeza es una ciudad medieval y cuidada. Los edificios, de mediana señoría, tienen la fortuna de estar construidos en solida piedra, lo que probablemente ha propiciado su pervivencia a lo largo de los siglos. El viajero la compara con su pueblo, de cerámica mucho más perecedera y siente cierta envidia…
En un bar llamado Bou Sadif, un guardia civil de uniforme hace manitas con una hermosa joven de vestimenta evanescente. Los tiempos cambian y nos proporcionan, a veces, escenas impensables no hace mucho.
El viajero y sus amigos deambulan, acompañados por el airecillo fresco que parece presagiar nieve, a través de las calles empedradas hace muchos años. En un recodo, una banda de muchachos atrona el aire con el sonido de tambores premonitorios de la Semana Santa. Los chicos se emplean a fondo, como si su felicidad dependiera de cada golpe asestado con inequívoca potencia. La comitiva tamborera pasa delante del antiguo seminario conciliar de san Felipe Neri, hoy sede de la Universidad Internacional de Andalucía donde el grupo de peregrinos tiene la suerte de coincidir con un delicado concierto de sonatas de Beethoven.
Las notas del violín y el piano se esparcen por la sala recoleta -quizás una antigua capilla con excelente sonoridad- como mariposas multicolores que acarician los oídos con su aleteo suave. La sala -unas cien localidades- está llena a rebosar y el público escucha en silencio reverente. Acabada la actuación, dos ‘propinas’ de Falla los dejan más que satisfechos.
A la salida, los tambores siguen atormentando el ambiente. Se les han añadido una banda de cornetas. Los chicos trompetistas, no se sabe si en su ímpetu juvenil o con el afán de superar a los tambores, soplan con todas sus fuerzas.
La caravana pasa, al día siguiente, por Jaén y se detiene a repostar. El viajero no puede por menos que recordar los versos de Baltasar de Alcázar: 'En Jaén, donde resido, vive Don Lope de Sosa...' y la recita a sus acompañantes, que la escuchan distraídos.
Jaén, desde el punto de vista arquitectónico, parece una ciudad de poco fuste después de lo que llevan visto los viajeros. Sin embargo, el museo del centro cultural Baños Árabes, los sorprende de forma agradable; un edificio laberíntico, plagado de recovecos, asentado sobre unos baños árabes donde, probablemente hubieron antes unas termas romanas. Alberga también un museo del aceite lleno de artilugios desconocidos y fascinantes.
La caravana no se detiene. Pasa por Úbeda, donde nunca hubo cerros. Sin embargo,  Alvar Fañez dijo haberse perdido por ellos mientras permanecía agazapado durante las escaramuzas para la toma de la ciudad por Fernando III el Santo. A lo mejor el hombre, a pesar de ser sobrino del Cid, era un poco trapalón y algo cagueta.
La caravana sigue hacia el sur...



martes, 13 de octubre de 2015

UNA ESTATUA DESCABEZADA

Era inevitable, la noticia corrió como la pólvora por el pueblo minutos después de producirse el hecho. Llegó enseguida hasta la barraca cabe el Ayuntamiento, donde los objetores procesionarios se regalaban con los excelentes productos que allí elaboran las Amas de Casa. Las redes sociales se incendiaron, los comentarios de todo orden incluso los irrespetuosos y fuera de lugar, las invadieron. La Verdad publicó la noticia en su edición del día siguiente, merced al ojo siempre avizor de nuestro reportero local.
Juan de la Cirila llegó a la tertulia con el periódico recién comprado.
—Todavía estoy erizado. Me pilló justo al laíco del trono, mira, mira, aquí está la foto.
—El video de Tele Santomera, cazó toda la caída a la perfección. Vaya un accidente estúpido.
—Como todos los accidentes, por eso se llaman así, dice el Cacaseno.
—Parece que la sujeción era un poco chapucera. 
—O que a la Virgen le dio un repente…
—No seas irreverente ni le faltes al respeto, Cacaseno, es la patrona del pueblo y hay mucha gente que le tiene devoción.
—No le falto al respeto a nadie, pero creo que hay que poner las cosas en su sitio. En primer lugar, lo que cayó es solo una representación, una estatua, un ídolo con la relevancia que cada uno quiera darle. En segundo lugar, la fe en la religión católica es importante para el que la profesa, con el mismo derecho que tiene el que no la profesa a considerarla una fábula. Nadie puede arrogarse el patrimonio de la verdad, ni siquiera las mayorías, suponiendo que existan.
El doctor Mateo interviene,
—Haya paz. Siempre he dicho que, en materia de fe, debemos ser respetuosos, porque todos tenemos derecho a creer en lo que queramos o no creer en nada. Otra cosa son las manifestaciones públicas. Vivimos en un país aconfesional de mayoría católica según parece y las manifestaciones públicas de esa religión se han mezclado con el folklore, la tradición y la historia, de forma que hemos llegado a un totum revolutum en el que se confunden unas cosas con otras. De ahí que cualquier crítica o comentario desafortunado sobre cuestiones de fe levante ampollas y amenace excomuniones, no sé si más o menos eficaces. Los representantes públicos se encuentran en el dilema de participar o no en unos desfiles que no se sabe en qué medida son religiosos, populares, tradicionales o ciudadanos. Y lo resuelven como mejor pueden en cada caso.
—Todo eso está muy bien, Mateo, pero no hay derecho a que la gente se ría, diga que la virgen se ha tirado del carro o que en este pueblo se cortan cabezas.
—Juan, derecho tiene todo el mundo a decir lo que le parezca oportuno, aunque a algunos le parezcan sandeces. Ya sabes que existe la libertad de expresión. Puede ser cosa de mala educación, quizás bromas estúpidas, pero tampoco pasan de ahí. No hagamos dramas que nada es intocable en cuestión de opiniones y ninguna verdad se hace incontrovertible a base de repetirla entre sahumerios y bendiciones.
—Tú lo que quieres es darle la razón a todo el mundo.

—Puede ser.

martes, 6 de octubre de 2015

HERMANOS

Fue un cataclismo que sucedió en el lugar y el momento menos adecuado, como suceden siempre los accidentes, de forma inopinada. Una sorpresa para todos menos para Jordi, el causante de la conmoción. Nuestro padre nos había advertido en repetidas ocasiones de que en la mesa no se trataban asuntos de política, de religión, del servicio o de dinero; en general, de nada que fuera importante o que pudiera redundar en una falta de atención hacia aquella actividad que consideraba fundamental para la supervivencia del género humano.
—Se come en silencio, con dedicación plena, saboreando los manjares y agradeciendo la suerte que tenemos, en un mundo en que la mitad de la población se acuesta con hambre todos los días -nos repetía con frecuencia.
Y Jordi, quizás abusando de su mayoría de edad recién estrenada, se había cargado las normas de un plumazo:
—Tengo decidido marcharme de casa.
El disparo cogió a nuestro padre aplicándose con las últimas cucharadas de sopa, la Bullabesa un poco cargada de ajo por la que sentía especial aprecio que debía tomare en silencio reverente, con una unción comparable a la de los místicos en éxtasis. La cuchara interrumpió su recorrido a mitad de camino, la boca entreabierta permaneció expectante mientras dirigía a Jordi aquella mirada de sus ojos oscuros, entre irónica y amenazadora que nos había hecho temblar tantas veces. En el otro extremo de la mesa, la madre, sobrecogida, tampoco dijo nada, siguió con su sopa como si el asunto le fuera ajeno, pero con el rabillo del ojo pude apreciar que tenía las pestañas húmedas.
Aquello fue el principio del éxodo. Padre jamás le hizo a Jordi ningún reproche ni se quejó nunca, pero cuando cerró la fábrica a la que había dedicado su vida, él se quedó sin trabajo con un magro subsidio y las cosas empezaron a ir de mal en peor. Poco después, se marchó Iñaki y dos meses después Santiago. Todos tenían sus trabajos, unos buenos, otros regulares y otros daban justo para sobrevivir, pero con su ayuda la economía familiar se había sostenido de forma pasable, Y ellos, hasta entonces, se habían beneficiado del arca común. Al marcharse de casa, desaparecieron las cargas, pero también los ingresos, y sobre todo el sentido de solidaridad que desde siempre habíamos pensado que imperaba en la familia.
Quedamos solo los más pequeños, sobrecogidos al percatarnos de que aquella unidad en la que habíamos nacido y que considerábamos de una robustez a prueba de bomba, se resquebrajaba descubriendo una fragilidad que nunca habíamos sospechado. La fuga fue contagiosa, Amparo ya anunciaba sin ningún rubor su marcha en cuanto las circunstancias se lo permitieran y Curro dijo que iría donde ella fuera. Encarna y yo quedamos cada vez más perplejos y desarbolados, sin saber a qué árbol arrimarnos. Los padres se preguntaban -sin encontrar la respuesta-, qué habían hecho mal y se arrepentían, como en todos los errores humanos, tarde e inútilmente de habernos imbuido una unidad que, a la hora de la verdad, se revelaba ficticia.
La familia siguió desmoronándose lentamente hasta desaparecer por completo. Acabamos siendo perfectos desconocidos y poco faltó para que nos tratáramos de usted cuando nos cruzábamos por la calle, si no es que cambiábamos de acera para evitarnos mutuamente un momento embarazoso.




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