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sábado, 27 de febrero de 2016

SEÑOR PRESIDENTE (XIX). Postrimerías.


Llegamos, señor presidente, al cabo de la función. Puede que este sea el último jalón de nuestra ágil correspondencia. El telón, más que bajar, está a punto de caer sobre nosotros. A usted le espera el dorado retiro cabe la hermosa playa, al resto, el futuro ignoto.
Quizás sea cierto que el que siembra vientos recoge tempestades y que su laissez faire, ausencias y soberbia silenciosa, le hayan conducido a la soledad del mánager. Una cosa buena ha tenido su periodo de mando: hacernos aborrecer para siempre las mayorías absolutas.
Es momento de que dejemos paso a los que, por ley natural e inevitable, han de sucedernos. Puede que nos gusten más o menos las coletas, o los pactos que tiempo atrás parecieron inverosímiles, pero no es asunto nuestro lo que hayan de elegir generaciones nuevas, huyendo de rencores acumulados que les son ajenos, y de miserables corrupciones que han hipotecado su futuro.

Pasó el momento de una retirada honrosa. Las águilas imperiales quedaron sepultadas, tiempo atrás, en los umbríos lodos de Teotoburgo. Es preferible el mutis al escarnio, vecino a la picota; mutis que me permito recomendarle llevado de mi generoso ánimo.

martes, 16 de febrero de 2016

LA REVOLUCIÓN FUNDAMENTAL

Tengo la penosa sensación de que no hemos sabido resolver nuestras diferencias desde que aprendimos a ponernos de pie. La Historia (y la Prehistoria) de la humanidad son las de un permanente conflicto entre los grupos. Primero las naciones y las culturas luego, encaminados a la completa extinción del enemigo. Comenzamos eliminando a los Neandertales, la especie que compartía territorio con nosotros, bien de forma directa, bien segándoles la hierba bajo los pies. Y desde entonces, no ha habido momento en nuestro recorrido por este planeta huero de guerras y matanzas.
Lucharon griegos y persas, romanos y cartagineses, romanos entre sí, romanos contra egipcios, partos y toda clase de “bárbaros”; Europa (por no salirnos de nuestro patio de vecinos) se diseñó a base de guerras y después seguimos guerreando unos contra otros en las dos mundiales. De aquellas terribles catástrofes no hemos aprendido nada. Nuestros jóvenes se entretienen en juegos de guerra virtuales, con el beneplácito bobalicón de todos. Les contamos, como si fueran una broma llena de gracia, las granes batallas y los animamos a que coleccionen replicas de las terribles armas, voladoras, marinas o terrestres, que exterminaron a millones de seres. Comenzamos a familiarizarlos, desde pequeños, con nuestra vergonzosa historia de masacres para que sus callos anímicos les impidan, como a nosotros, reflexionar sobre el tema. Luego nos la cogemos con papel de fumar cuando unos bárbaros lejanos se matan –o nos matan-, utilizando ‘armas no autorizadas’. Fabricamos un extenso catálogo de herramientas mortales, unas más eficaces que otras, todas con el objetivo de cualquier guerra: matar al mayor número de enemigos al menor coste. Esa es la única realidad de la guerra.

En la actualidad, los gastos militares son astronómicos y las poblaciones los sostienen a costa de sus penurias. La casta de los guerreros es imprescindible para los gobernantes, que los utilizan en los momentos de agitación interna. Los políticos (en demasiados casos) se han profesionalizado y perdido en honor lo ganado en ambición. No es posible conservar la ecuanimidad y el criterio cuando la mano que te alimenta está gobernada por el cerebro que te ordena. ¿Cómo se soluciona esto?, se preguntarán Uds. Siento decepcionarles, no conozco la panacea; mantengo sin embargo, la esperanza de que gentes más preparadas que yo la tengan. Propongo, reflexionar de forma profunda, desprendiéndonos de credos, informaciones y doctrinas interesadas. Volviéndonos hacia el interior, hacia nuestra verdadera condición de humanos, de seres capaces de pensar y analizar lo que sucede en nuestro entorno con libertad, sacudiéndonos hasta donde sea posible, las ataduras educacionales. Luego, obrar en consecuencia. Esa es, posiblemente, la revolución fundamental a la que se refería Krishnamurti.

martes, 9 de febrero de 2016

FALTAS Y REPARACIONES

En la cultura judeo-cristiana, la comisión de una falta lleva aparejada, para su condonación, la necesaria reparación en la forma que la justicia o la sociedad civil tengan establecida. En términos religiosos, eso se llama penitencia, cumplida la cual, el reo –voluntario o accidental- queda libre de toda mancha. En términos sociales, pasa lo mismo. El infractor, cumple la pena que el organismo correspondiente le haya infringido y queda completamente limpio, exactamente igual que antes de cometer el desafuero.
Pero toda regla tiene su excepción y los poderosos tienen la especial habilidad de librarse de las normas que son aplicables, con rigurosa exactitud, al resto de los mortales. Si un rey se equivoca, metiendo la pata hasta el corvejón –que para eso es humano como todo el mundo- le bastará con un “Me he equivocado, no volverá a ocurrir” para quedar exento de toda mácula. Si un presidente del gobierno, pongamos por caso, es engañado por alguno de sus secuaces de primer nivel y continua mandándole mensajitos infantiles, ignorante de que hoy día se pueden rastrear hasta los momentos más íntimos de cualquier persona, le bastará con la misma fórmula que al monarca anterior. Y aquí no ha pasado nada.
Don Vito Corleone, que también ejercía el poder a su manera, ya nos recomendaba hace muchos años no hablar por teléfono y menos dejar rastros como esos. Según su opinión, el que eso hacía no era bueno ni malo, era, sencillamente, tonto. Conviene leer, porque se aprende mucho.
Me traen a la memoria estos casos de errores nunca subsanados, a los que los miembros de esta sociedad nos acostumbramos de forma vergonzosa, la reparación que Enrique II Plantagenet, bien motu proprio, bien obligado por las circunstancias, proporcionó a su país tras haber inducido el asesinato de su canciller Tomás Becket: con el torso desnudo, en el atrio de la catedral de Canterbury, ofreció su espalda al verdugo para que le diera la tanda de azotes correspondientes a la expiación de su grave falta. El pueblo asistió a la flagelación y luego vitoreó a su rey.

Para eso, quizás había que ser un rey de verdad, o ser inglés, vaya Ud. a saber. Jean Anouilh lo cuenta así, y la película “Beckett o el honor de Dios”, lo plasma en magnificas imágenes que desde aquí recomiendo.
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