Llegamos,
señor presidente, al cabo de la función. Puede que este sea el último jalón de
nuestra ágil correspondencia. El telón, más que bajar, está a punto de caer
sobre nosotros. A usted le espera el dorado retiro cabe la hermosa playa, al
resto, el futuro ignoto.
Quizás sea cierto
que el que siembra vientos recoge tempestades y que su laissez faire, ausencias y soberbia silenciosa, le hayan conducido
a la soledad del mánager. Una cosa buena ha tenido su periodo de mando:
hacernos aborrecer para siempre las mayorías absolutas.
Es momento
de que dejemos paso a los que, por ley natural e inevitable, han de sucedernos.
Puede que nos gusten más o menos las coletas, o los pactos que tiempo atrás
parecieron inverosímiles, pero no es asunto nuestro lo que hayan de elegir
generaciones nuevas, huyendo de rencores acumulados que les son ajenos, y de
miserables corrupciones que han hipotecado su futuro.
Pasó el
momento de una retirada honrosa. Las águilas imperiales quedaron sepultadas,
tiempo atrás, en los umbríos lodos de Teotoburgo. Es preferible el mutis al escarnio,
vecino a la picota; mutis que me permito recomendarle llevado de mi generoso
ánimo.