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martes, 29 de marzo de 2016

INCONGRUENCIAS

Dice mi amigo Fernández que resulto incongruente porque predico un país laico y asisto con agrado a las procesiones de Semana Santa, escucho La Pasión, y el canto de los Auroros. Puede que tenga razón, por lo menos yo se la doy, primero porque no tengo ganas de discutir y luego, porque a lo mejor la tiene.
Creo en la importancia del bagaje cultural aportado por nuestra larga tradición judeo-cristiana, pero creo al mismo tiempo que ya no estamos (afortunadamente) en los tiempos en que la Iglesia Católica, basándose en los superiores conocimientos de sus sacerdotes manejaba a las masas ignorantes conduciéndolas en la dirección que los poderosos les indicaran, cosa que también sucedió en Egipto, y durante muchos más años. Los tiempos han cambiado y las creencias religiosas (para el que decida tenerlas), han de reducirse al ámbito personal, y a las mismas manifestaciones externas que las demás asociaciones o corporaciones. Ni más ni menos.
Querer imponer ideas y códigos religiosos al resto de la población, no es solo absurdo sino anticonstitucional. Estamos en un país aconfesional y creo que debería avanzarse hacia la laicidad, como muchos países de nuestro entorno, en defensa precisamente de esa libertad de opinión. Que cada uno crea en lo que le apetezca. Parece que la vacuidad de las creencias que solo se sustentan en la fe, hace que los líderes religiosos teman ver reducida la parroquia si no adoctrinan a los niños y no las imponen a los mayores.

Hay países de nuestro entorno que llevan su laicidad de la forma más normal. Los vecinos de cada pueblo acuden el domingo (o el día que corresponda) a sus iglesias, mezquitas, salones del trono o sinagogas, y el resto del tiempo se dedican a la pacífica convivencia, sin que sus diferentes ideas religiosas (o la ausencia de ellas) los separe o enfade. Resulta de mala educación tratar de imponer (y menos avasallar) con unas ideas que solo son verdaderas para el que las profesa. Los curas se dedican a lo suyo, las fuerzas armadas a sus menesteres, y cada mochuelo a su olivo.
No se me alcanza de donde sale el temor a que se quieran suprimir determinados actos religiosos –las procesiones de Semana Santa, pongo por caso- propiedad de todos en lo que se refiere a su componente folclórico y cultural, que tienen, a mi juicio, en mismo derecho a transitar en su momento por las vía pública -una vez obtenidos los oportunos permisos –, que el Entierro de la Sardina, El Bando de la Huerta, o los desfiles, de moros y cristianos, pongo también por caso.

Con que cada uno a lo suyo, respetémonos todos y aquí paz y después gloria.

martes, 22 de marzo de 2016

UN PERRO RABIOSO

Caminaba por el sendero que atraviesa el bosque silencioso y nevado, cuando me encontré con aquel perro, grande como un ternero. Jadeaba con estertores roncos, el pelaje entrapizado y sudoroso, las fauces llenas de espuma, la mirada agónica, sanguinolenta.
Al verme se agazapó, prevenido para el salto, con el rabo abatido y las orejas gachas. Me detuve indeciso y atemorizado; dirigí instintivamente hacia él la vara en que me apoyaba, imaginé su salto y me vi metiéndole la contera metálica del báculo por la boca, ensartándolo como una becada lista para las brasas. Pero eso era solo una fantasía. La realidad es que me temblaban las piernas y mis dientes no se daban tregua. Si superaba el ataque, el menor roce de aquellos colmillos que me parecían dagas florentinas sería suficiente para contagiarme la rabia. Y de rabia se muere uno sin remedio. Pensé llegado mi último momento en aquel lugar perdido, de una forma ignorada y estúpida.
En las situaciones de peligro –todos lo habréis comprobado- se piensa rápidamente. Miles de imágenes se entrecruzan en esos momentos de tensión y es difícil escoger una entre todas ellas. Recordé que alguien me había dicho: ‘No acorrales nunca a un perro rabioso, déjale una salida o serás su próxima víctima’. Ese recuerdo fue, probablemente, lo que me salvó. Sin dejar de interponer entre nosotros el extremo metálico del bastón, retrocedí despacio hasta que el sendero dejó lugar para que me apartara. El perro avanzó, todavía con las orejas gachas, roncando amenazas y arrastrando la panza, hasta que me sobrepasó. Siguió por el sendero mientras yo tomaba asiento, desfallecido, en un risco y me secaba el sudor que se había quedado frío.
A los pocos días, siguiendo el vuelo de una bandada de cuervos, di con lo que quedaba de su cadáver.
*
No conviene acorralar a un perro rabioso. Más pronto que tarde, morirá por lo suyo.



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