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martes, 7 de marzo de 2017

DE MONARQUIAS Y REPUBLICAS (II)

Isabel y Fernando habían decidido que España era una nación uniforme. Pusieron en marcha la escoba de barrer judíos y moros con la que comenzó nuestra miseria ideológica y cultural, y se mantuvieron, con mayor o menor fortuna, sistemas monárquicos que llegaron hasta el S. XIX.
Con la salida de Isabel II rumbo a Paris después de la revolución de 1868 (La Gloriosa), acabó una larga época de reinado borbónico continuador de la monarquía absolutista de los decadentes últimos Austrias. Aquella pobre mujer, ignorante, glotona y calentorra a la que habían casado a los dieciséis años con un primo no se sabe bien si memo, mariquita o ambas cosas, fue el triste broche que cerraba una de las épocas más desdichadas de nuestra historia. Pero no todo estaba dicho. El Parlamento, que ya funcionaba durante el reinado de Isabel, decidió dotar al país con un nuevo monarca apadrinado por el General Prim. Y apareció en escena un “paracaidista” real al que llamaron Amadeo I de Saboya.
Este buen hombre, grado 33 de la masonería, más elegante que culto a decir de Eslava Galán (como tantos otros monarcas que en España han sido), tuvo la rara habilidad de concitar contra su figura las iras mancomunadas de toda la oposición parlamentaria e incluso de la iglesia católica, que le achacaba la desamortización y ser, además, hijo del monarca que había clausurado los Estados Pontificios. En febrero de 1873 le dieron “la mota negra” y un billete de regreso a su Turín natal, donde volvió con notable alivio y sin haber aprendido una palabra de castellano.
Alfonso Francisco Fernando Pío Juan de María de la Concepción Gregorio Pelayo de Borbón y Borbón (conocido familiarmente como Alfonso XII), se encontraba en su dulce exilio de Gran Bretaña cuando el insigne prócer don Antonio Cánovas del Castillo (uno de los más brillantes políticos conservadores de la historia contemporánea, artífice de la falsa democracia del “turno de partidos”, de la suspensión de la libertad de cátedra y notable esclavista), le convenció para que se hiciera cargo del trono de España, huérfano desde la abdicación de su madre. En virtud de esa curiosa circunstancia por la cual los reyes tienen extraños derechos a determinadas coronas, el rey en ciernes publicó el Manifiesto de Sandhurst, una verdadera declaración de intenciones reales para gobernar el país. Acababa diciendo que «…ni dejaré de ser buen español ni, como todos mis antepasados, buen católico, ni, como hombre del siglo, verdaderamente liberal».
El general Martínez Campos organizó un levantamiento militar contra la Republica y el asunto se solucionó por la vía rápida.



Continuará en el próximo número.

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