Isabel y Fernando
habían decidido que España era una nación uniforme. Pusieron en marcha la escoba de
barrer judíos y moros con la que comenzó nuestra miseria ideológica y cultural,
y se mantuvieron, con mayor o menor fortuna, sistemas monárquicos que llegaron
hasta el S. XIX.
Con la salida de Isabel II
rumbo a Paris después de la revolución de 1868 (La Gloriosa), acabó una larga época de reinado borbónico
continuador de la monarquía absolutista de los decadentes últimos Austrias.
Aquella pobre mujer, ignorante, glotona y calentorra a la que habían casado a
los dieciséis años con un primo no se sabe bien si memo, mariquita o ambas
cosas, fue el triste broche que cerraba una de las épocas más desdichadas de
nuestra historia. Pero no todo estaba dicho. El Parlamento, que ya funcionaba
durante el reinado de Isabel, decidió dotar al país con un nuevo monarca
apadrinado por el General Prim. Y apareció en escena un “paracaidista” real al
que llamaron Amadeo I de Saboya.
Este buen hombre, grado 33
de la masonería, más elegante que culto a decir de Eslava Galán (como tantos
otros monarcas que en España han sido), tuvo la rara habilidad de concitar
contra su figura las iras mancomunadas de toda la oposición parlamentaria e incluso
de la iglesia católica, que le achacaba la desamortización y ser, además, hijo
del monarca que había clausurado los Estados Pontificios. En febrero de 1873 le
dieron “la mota negra” y un billete de regreso a su Turín natal, donde volvió
con notable alivio y sin haber aprendido una palabra de castellano.
Alfonso Francisco Fernando Pío Juan
de María de la Concepción Gregorio Pelayo de Borbón y Borbón (conocido
familiarmente como Alfonso XII), se encontraba en su dulce exilio de Gran
Bretaña cuando el insigne prócer don Antonio Cánovas del Castillo (uno de los
más brillantes políticos conservadores de la historia contemporánea, artífice
de la falsa democracia del “turno de partidos”, de la suspensión de la libertad
de cátedra y notable esclavista), le convenció para que se hiciera cargo del
trono de España, huérfano desde la abdicación de su madre. En virtud de esa
curiosa circunstancia por la cual los reyes tienen extraños derechos a
determinadas coronas, el rey en ciernes publicó el Manifiesto de Sandhurst, una
verdadera declaración de intenciones reales para gobernar el país. Acababa
diciendo que «…ni dejaré de ser buen español ni, como todos mis antepasados,
buen católico, ni, como hombre del siglo, verdaderamente liberal».
El general Martínez Campos organizó
un levantamiento militar contra la Republica y el asunto se solucionó por la
vía rápida.
Continuará en el próximo número.
No hay comentarios:
Publicar un comentario