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martes, 28 de marzo de 2017

LOS FILABRES CON EL BUDA AL FONDO

A la memoria de Ramón ‘El estuto’ y Carmen, allá donde se encuentren.
El cortijo está situado en un altozano que entornan montañas de crestas abruptas. Se diría un promontorio surgido en el fondo del valle labrado por la boca de un volcán extinto. Al visitante ocasional le recuerda el inmenso cráter del N’Gorongoro que visitó hace años; mires donde mires, las crestas montañosas te rodean, estás en el fondo de una caldera inmensa. Sobre ella, el cielo inacabable, poblado de nubes movedizas entre las que de vez en cuando asoma el sol invernal. Es un mundo aparte, surgido de alguna novela imaginada, como la ilusión de un Verne redivivo. El invitado, inmerso en esa belleza inesperada, siente una paz de espíritu que le resulta novedosa.
Sale al exterior, abandonando sin pena el cálido arrullo de los troncos que enrojecen la llar. El viento se confabula con la naturaleza; es suave, apenas perceptible, pero capaz de bajar la temperatura hasta hacerla gélida: cierto airecillo araña la piel en una caricia agridulce que resulta gratificante. La noche se adueña de la claridad suavemente, y la luna se eleva tímida en lo alto intentando sin éxito redibujar los contornos que el sol abandona a la penumbra creciente. 
El cortijo se abre a una era circular cuyo origen ya nadie recuerda. Las lajas de piedra, encajadas primorosamente, componen una sinfonía entre cuyos intersticios se abren paso con dificultad, hierbas que las lluvias de primavera han propiciado.
No es difícil imaginar, entre las sombras movedizas de los arboles cercanos, espíritus dormidos de las gentes que habitaron estos parajes hace ya tiempo. Esforzados campesinos de manos agrietadas con las que arrancaron a la tierra inhóspita magras cosechas con las que superar los inviernos infinitos. Al cabo de la tarde, ya anocheciendo como ahora, se imagina a la familia alrededor del fuego, y unos versos escuchados hace tiempo le vienen a la memoria:
El hombre que trabaja con sus manos
Lleva el alma en la punta de sus dedos
Y cava zanjas en la tierra seca,
poda los árboles de otoño, sueña
con herramientas y suda las horas
que transcurren tan lentas, tan espesas
como el invierno, el frío y la nostalgia[1].

El espacio que entorna la era, es lugar  adecuado para el  deambular reflexivo, como un jardín zen. Alberga la percepción del paseante que anhela disolverse en la nada, la realidad de cada uno es un efímero aquí y ahora.
La brisa suave convierte el aliento en pequeñas nubes evanescentes, como surgidas de un faquir circense. El paseante disfruta, con el corazón receptivo, de su soledad, alegrándose de que el espíritu del Buda que siente esta noche de forma especial, sea suficiente para llenar a cada uno de los seres que se dejan penetrar por su esencia.




[1] GARCÍA, PASCUAL, Trabajan con las manos, Raspabook, Murcia, 2017. P.15

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