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martes, 13 de junio de 2017

NOS ROBAN

Hubo una época en que las hordas de nuestros antepasados vagaban por la faz de la Tierra a la búsqueda de frutos, bayas, tubérculos o carroña. En contadas ocasiones, cazaban. Encontraban en esas actividades lo suficiente para sobrevivir y legar a la posteridad su bien más preciado: el ADN. A esa época le llama Yubal Nohah Harari en Sapiens ‘de cazadores-recolectores’. Un día descubrieron, en la amplia zona que riegan el Tigris y el Éufrates, que plantando algunos cereales y leguminosas que allí se daban en estado salvaje, podían obtener suficientes cosechas para permanecer siempre en el mismo sitio y olvidar el errático peregrinaje que habían seguido hasta entonces. Cayeron en la trampa: el trigo les dio de comer, pero a qué precio. Tuvieron que deslomarse roturando las tierras, haciendo canales y eliminando plagas; el trigo es amo cruel que exige un trabajo incesante, fue él quien domesticó al hombre. Se fortificaron las ciudades porque otros grupos de humanos pretendían alzarse con el fruto de su esfuerzo. Vivir hacinados tuvo como consecuencia el aumento de las enfermedades, el asentamiento permitió que las mujeres pudieran disfrutar de más tranquilos embarazos y el número de hijos que necesitaban más alimentos, creció. La trampa se había cerrado. Los gobernantes se dieron cuenta de que la naturaleza tenía gestos imprevisibles y que había que guardar excedentes para los malos tiempos. Nacieron los grandes depósitos de grano y los sistemas de redistribución.
El tiempo ha pasado y la redistribución corresponde ahora al Estado, que la lleva a cabo mediante su Ministerio de Hacienda. Una vez al año reclama la tasa correspondiente a cada uno de los ciudadanos, a las empresas y a cualquier otro negocio. Con lo que recauda, se alimenta a sí mismo, a los demás ministerios y cuerpos del estado, luego cubre los servicios comunes: sanidad, educación, infraestructuras, pensiones, etc.
Pero hecha la ley, hecha la trampa. Hay ciudadanos ‘espabilados’ que colocan sus cuentas en los llamados ‘paraísos fiscales’, cuya sola existencia supone una vergüenza para los países que dicen tener gobiernos ‘honorables’. Otros se acogen a las amnistías fiscales que les hacen a medida los ministros de turno. Aunque luego se declaren anticonstitucionales (con gran sorpresa de los abogados del estado, del propio ministro y del responsable de todos ellos, el Presidente del Gobierno, que no percibieron la anticonstitucionalidad de la medida), el daño está hecho y los cuartos escamoteados jamás se devuelven. Los ciudadanos que así obran, suponen un perjuicio notable para los demás habitantes del país, pues los dineros que defraudan han de salir, necesariamente de los bolsillos de los que sí contribuyen. Esta práctica, profundamente antisocial, debería estar prohibida, o por lo menos penada con ásperas galeras por un largo periodo. Y desde luego, quien acude a ella desde un puesto dirigente, condenado al ostracismo de por vida y a la devolución íntegra de lo estafado, mas el consiguiente y ejemplificador plus para beneficio de todos sus conciudadanos. Y si no devuelve lo evadido, prisión hasta que lo haga. Sencillamente, quien obra así NOS ROBA a todos los demás, y como tal ladrón debería ser tratado, y por supuesto, apartado sine die de cualquier función que rozara siquiera lo público.
Otra cosa resulta incomprensible. Y desde luego, no se trata de chismes, es algo mucho más serio.


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